Si enciende el televisor o sigue algún medio con cierta regularidad se habrá dado cuenta de que la palabra “amnistía” está de moda. Ya veremos, eso sí, si tanto como para ser escogida palabra del año por la Fundéu. Lo cierto es que el otro día leyendo una noticia me enteré de que posee el mismo origen etimológico que “amnesia”, y que en griego quiere decir olvido. Hé aquí la razón por la cual los dirigentes de Junts per Catalunya y Esquerra Republicana han estado negociando estos días con el Gobierno una amnistía, es decir, el olvido o extinción de la responsabilidad penal de numerosos de sus mandos en pos de la independencia.
Pues bien, desde que descubrí el significado originario del término me he percatado de que yo también quiero la amnistía. Pero no la misma que estos altivos políticos catalanes, sino la mía propia. Igual que la amnistía es capaz de restituir la condición de inocente a quienes cometen un delito, quisiera que se nos restituya la razón. Quisiera, en definitiva, que vacíen nuestra mochila del ruido y crispación con los que nos han venido cargando estos años.
La bajeza ha plagado de confusión el escenario político español, que se ha tornado una paradoja constante. Casualmente este vocablo también proviene del griego (paradoxa) y se traduce como lo “contrario a la opinión común”. En resumen, algo ilógico. Porque díganme, ¿qué sentido tiene referirnos al nacionalismo independentista catalán mediante expresiones de nacionalismo español? ¿Acaso no es lo mismo? ¿Acaso no fue ese el origen del problema? Lo digo porque tengo la sensación de que hay quien sabe identificar – y condenar– perfectamente el nacionalismo de los otros y, sin embargo, no es tan habilidoso para verlo de puertas para dentro.
Se dice ahora también que la amnistía es un asalto a la separación de poderes o que nos adentramos en una dictadura. Pero no debe caerse nuevamente en la confusión, porque la amnistía además de poder ser constitucional está sujeta a una decisión política, es decir, debe ser aprobada por las Cortes. Y sí, es una resolución política, pero es que resuelve– nos parezca de forma justa o injusta– sobre una causa originalmente política, que nunca debió llegar más lejos.
Hasta aquí creo que nada es incompatible con opinar que muchas de estas personas no merecen las bondades de una amnistía. Respeto profundamente a quien dice “no todo vale para gobernar” y se lanza legítimamente a la calle alegando que los principios de su país están siendo vulnerados. La pregunta es, ¿no se pone el Estado de derecho y la democracia en peligro cuando se pacta y gobierna con quien promueve la prohibición de partidos políticos, el cierre de medios que le son contrarios o la supresión de las autonomías? Hasta donde sé, esa es la alternativa.
Entonces sigamos jugando a su juego, escogiendo de entre lo malo lo que cada uno crea mejor. Y tal vez algún día nos planteamos las verdaderas preguntas y descubrimos causas más justas. Lo que sí es seguro es que mientras no lleguemos a ellas seguiremos envueltos en el vaivén de sus discursos; seguirán esculpiendo nuestras ideas y el rédito partidista seguirá prevaleciendo sobre el interés general del ciudadano. El nacionalismo, por su parte, continuará siendo el revestimiento que prende las pasiones. Será, como siempre ha sido, el papel abstracto que envuelva un contenido, el verdadero fin, que casi siempre se adivina por su forma y su peso, como cuando te regalan un libro. Es poder.