Hace días que no veo a Goloso y me preocupa.
Nos llevamos bien, muy bien, aunque él es el mandón de la manada, el que domina y maltrata, a veces, al resto. Conmigo no se atreve porque soy el segundo en rango y respeto que sea él quien coma el primero y elija el mejor forraje. Ambos tenemos un carácter bastante agresivo, pero Goloso se toma más a la tremenda algunas bromas que le decimos. Cuando comienza a bramar y te mira con el ceño fruncido, pateando la tierra, lo mejor es cambiar de tercio y poner distancia hasta que se le pase.
Aquí, en la dehesa, es el más temido; también al que más veces le permite el mayoral montar a las chicas. De ahí provienen la mayoría de las chanzas, porque en realidad le tenemos envidia. Bueno, yo no, yo me alegro por él.
Ellas, las chicas, viven en el cercado de al lado con los becerros alimentados y protegidos hasta que los destetan con nueve meses.
Llevamos por aquí, en esta frondosa finca de encinas y matorral desde que nacimos y hemos visto de todo. Por eso me preocupa su desaparición.
Hace un par de semanas nos visitó el veedor, un tipo enjuto y con la piel acartonada por el sol y que de un sólo vistazo averigua cuál de nosotros es el más bravo.
Quizás os preguntéis el motivo. Muy sencillo. De manera silenciosa y discreta recorre toda la geografía nacional para elegir las mejores bestias, así nos llama, para que nos toreen en las plazas y servir de diversión siendo las víctimas protagonistas de lo que llaman «Arte y tradición» ¿Qué tipo de arte es ese, me pregunto yo?
Cuando vemos contento al patrón, si nos obsequia con alguna palabra cariñosa al dignarse visitarnos montado a lomos de su altivo caballo alazán, entonces intuimos que ha cobrado una sustanciosa suma por nuestro sacrificio.
Los compañeros más dóciles, los que son de naturaleza más tranquila o los abochornados, o sea, los derrotados tras una violenta pelea, también desaparecen, pero por otro motivo. Parece ser que los llevan al matadero, como si nuestra estirpe no fuera lo suficientemente noble como para tener que servir de alimento a los humanos. ¡Qué triste! ¡Lamentable!
Y todo esto lo sabemos por Quijote, un morlaco ya entrado en años que fue testigo directo del trágico futuro que nos espera en los cosos.
Nos contó que lo llevaron junto con otros a un lugar lejano, a un par de lunas de casa. Nervioso y asustado, lo descargaron del camión para meterlo en un minúsculo corral donde apenas podía moverse, junto con los otros que corrían la misma suerte.
Sin saber el tiempo transcurrido y con un hambre tremenda, lo llevaron a otro lugar, completamente a oscuras, toriles le pareció oír que llamaron los hombres a esos cubículos con algo de paja por el suelo y un insoportable hedor a miedo de otros toros que, al igual que él, habían sido encerrados anteriormente allí.
Ansioso y preocupado por conocer su porvenir, una luz cegadora le sorprendió al abrirse la puerta. Sus saltones ojos negros tardaron unos segundos en habituarse, mientras lo azuzaban con agudos silbidos a salir al ruedo, mucho más grande que el conocido tentadero de la finca y repleto de gente que lo recibía con expectación y comentarios sobre su trapío.
Su pelo negro, limpio y brillante; una cornamenta bien conformada; grueso morrillo y patas finas, reflejaban en conjunto a un bello ejemplar, una estampa prometedora.
Observando como aquel asombrado público guardaba silencio, no podía imaginar, ni por asomo, la barbarie a la que iba a ser sometido.
Empezó entonces el tercio de varas. Matador y banderilleros probaron con pases de capote el comportamiento de Goloso, que sin comprender lo que estaba ocurriendo embestía a diestro y siniestro todo lo que se movía.
Tras pasar un tiempo que le pareció una eternidad y a punto de sufrir un colapso porque hacía falta mucho esfuerzo para mover los casi 600 kilos que pesaba mi amigo (y eso que había adelgazado más de 50 del estrés de los días anteriores), se acercó un tipo con cara de mala leche montado sobre un enorme caballo con los ojos cubiertos y forrado con capas de guata para amortiguar las cornadas que sabían propinaría sin miramientos al equino.
Con una lanza larga terminada en una pica, se la fue clavando con toda la fuerza que el sujeto podía, justo detrás del morrillo, así llamada la joroba musculosa de su cuello.
—El dolor era insoportable— nos contaba— la sangre espesa y caliente salía a borbotones, manchando de púrpura al caballo, al picador y al albero, otrora anaranjado.
Así que, en esas estaba cuando comenzó el turno de quites.
—¿Qué es eso, maestro? — Preguntó uno de los utreros que no perdía atención sobre lo que contaba el valiente compañero.
—Una cabronada, muchacho, una cabronada. Una forma de lucirse el torero con su capote y mostrar que, a pesar de mi poderoso cabreo, era suficientemente valiente.
Valiente…sí, todo lo valiente que se puede ser con un animal sometido a tamaña carnicería.
—Debía haberle embestido con sus temibles cuernos y haberle demostrado quien era el más fuerte, señor Quijote— intervino otro joven indignado.
—Cierto, pero uno tiene su orgullo y dignidad y si aquel mentecato quería espectáculo, yo se lo iba a dar.
Después, siempre amenizado por alegres notas de clarín que a él le sonaban a réquiem por su prolongado martirio, el presidente sacó un pañuelo blanco desde el palco presidencial y se dio inicio al tercio de banderillas.
Otros tipos, con unos trajes obscenamente ajustados, se dispusieron a clavarle unas sendas banderillas que clamaban: «Te vas a enterar de lo que vale un peine».
Y claro que se enteró. En tres tandas le hincaron, sin atisbo de piedad, dos banderillas cada uno para debilitar y enfurecer más al pobre Quijote.
—Bueno…la cosa iba empeorando. El dolor me nublaba la vista, pero el baile que entablamos el matador y yo enaltecía a un público cada vez más y más emocionado al ver mi fuerza y saber hacer, a pesar de todos los castigos que me infligían— continuó hablando. —Entonces, a la hora de la verdad, cuando se acercaba el momento de darme muerte, toda la plaza en pie clamaba con sus pañuelos blancos que era digno de conservar la vida. Y así fue como tuvo lugar ese milagro tan difícil de merecer, compañeros: el indulto. Sin embargo ¿sabéis lo que siempre recordaré? La mirada de admiración del torero junto con su franca sonrisa mientras asentía con la cabeza que era una justa decisión.
Todo esto nos explicaba Quijote tiempo atrás, tras haber sido curado de sus profundas heridas para permitirle que pastara libremente, de nuevo, en la dehesa que había sido su hogar; sin olvidar el gran honor de ostentar el título de «el indultado» y convertirse en un valioso semental, vamos, el capricho de todas las nenas.
Yo, qué queréis que os diga en mi humilde opinión de chivo expiatorio, amigos. ¿Todo esto es necesario para pasarlo bien?
Bueno, voy a seguir buscando a Goloso. Sería una faena no volverlo a ver nunca más.