Aunque mi actividad profesional siempre estuvo ligada al refinamiento de seseras, a fin de que los números y ecuaciones no fuesen para mis alumnos un misterio indescifrable, siempre tuve apego a escribir y contar cosas de las que me iba encontrando en el variopinto escenario de mi vida; afición, por cierto, que se fue acentuando con los años y especialmente desde que entré en mi etapa más “jubilosa”.
Lo cierto es que en mi afán por tratar de redondear un texto, consulto bastante con el diccionario y a menudo me he topado con palabrejas que, la verdad sea dicha, yo no había oído nunca. Lo que no deja de ser un aprendizaje, si bien no conviene soltarlas en reuniones de amigos o familiares, léase la cena de Navidad u otras de parecido rango, so pena de que te tilden de remilgado o finolis.
Viene esto a cuento de la palabra que encabeza este artículo y que, según la RAE, se refiere al hallazgo de algo muy valioso que se produce de forma casual o accidental; como sucedió, por ejemplo, con el descubrimiento de la penicilina. Claro que cualquiera puede pensar que para decir lo mismo no hace falta usar ese vocablo tan raro, ya que con decir feliz casualidad se queda uno tan pancho.
Pues bien, dicho esto, a lo largo de mi existencia creo que alguna que otra serendipia, o algo parecido, se me ha cruzado por el camino. Y no sólo a mí, pues yo pienso que a todos, en muchos momentos, la casualidad nos pone por delante episodios o hechos que de entrada quizás no seamos capaces de valorar debidamente; pero que, sin duda, son valiosos y depende de nosotros mismos que lo sean aún más si cabe.
Sin entrar en consideraciones más íntimas, un día frío de noviembre, de hace ya muchos más años de los que me interesa precisar, llegué a Fuengirola para trabajar en su instituto como profesor de Matemáticas y sin que hubiese motivo alguno que me impulsara a venir hasta aquí. Nada me ataba a esta bonita ciudad y prácticamente no la conocía más que por haber venido con mi familia a pasar algún día de verano en la playa. Podría haber elegido otro destino como docente, ya fuese Antequera, Málaga o cualquier otro de la provincia; pero opté por éste de pura casualidad ya que otro compañero, en principio destinado a la plaza que finalmente ocupé yo, no sé por qué razón decidió cambiar a última hora y elegir otra.
Aquello desde luego que fue una de las mejores serendipias -¡vaya con la palabrita!- que me han tocado pues, aparte del hecho casual en sí, estoy en condiciones de asegurar que fue un hallazgo muy valioso. No tanto por la ciudad en sí, que es muy bonita y en los muchos años que la he visto crecer ha experimentado una transformación espectacular convirtiéndose en uno de los municipios turísticos más destacados del panorama nacional, además con un abanico impresionante de actividades y servicios a disposición de la ciudadanía, sino porque tuve la suerte aquel frío día de noviembre de 1977 –al final lo he dicho- de llegar a un instituto en el que he tenido la suerte de tener y disfrutar de un alumnado extraordinario, y no me refiero sólo a los sobresalientes, que hoy aportan mucho a esta sociedad en que la sensibilidad ante muchos temas así como la formación son pilares tan importantes. Me di cuenta enseguida, aunque era mi estreno como profesor y un novato en toda regla, de que formar parte del excelente plantel de profesores del IES Fuengirola Número Uno era una hermosa realidad aunque se hubiese producido de un modo casual.
A él, a punto ya de su cincuenta cumpleaños, le dedico este texto como testimonio de afecto y agradecimiento por lo mucho que también yo aprendí en sus aulas durante toda mi actividad docente.