El filósofo Emmanuel Kant consideró a la Ilustración una suerte de «mayoría de edad» del hombre; el momento en que podría (y debía) ser capaz de emanciparse del amparo de otro (mayor, más listo, más poderoso), salir del cascarón. Y su consigna era «atrévete a saber», a pensar por ti mismo. A ser tu dueño, en definitiva.
Casualmente, coincide que en los instituto llegamos a este movimiento cultural cuando damos la Literatura en 4º de la ESO. Es un momento en el que los chavales empiezan a ver lejanos sus impúberes años (aunque solo hayan pasado tres) y vislumbran un futuro de mayor libertad e independencia. Muchos, sí, se atreven a saber, a cuestionarse lo establecido en casa y en la escuela (generalmente las normas); dudan, se hacen preguntas, valoran su punto de vista y lo expresan; se cargan de razones y argumentos. Y reclaman ser tratados casi como adultos. Algunos verdaderamente actúan como tales.
Pero atreverse a saber, a pensar y a cuestionar es también fatigoso. Porque obliga a sostener el propio criterio y, sobre todo, porque antes hay que haberlo construido sobre bases sólidas.
Y eso requiere de trabajo intelectual, de reflexión, de experiencia y de un tiempo que no siempre tienen o no le quieren dedicar al duro ejercicio de leer y pensar.
Pero es que, encima, sus hormonas están a mil, en el instituto se les exigen muchas horas de concentración, de actividad, de lucidez; sus tardes están cargadas de extraescolares y deberes. Los hay que tienen algún amigo o amiga especial, a quien deben dedicar tiempo y atención; hermanos pequeños, tareas domésticas, preocupaciones adolescentes que a los adultos nos parecen chorradas, pero que son su mundo. Y, por supuesto, un teléfono móvil adherido a su mano del que sólo se desprenden cuando se duchan (y no todos).
No sé si me atrevo a decir que ser adolescente en el s. XXI es duro. Yo lo fui a finales del XX y no creo que lo fuera más (ni menos). Sí pienso que lo mismo que lo hizo más dificultoso para algunas cosas —no disponer de Internet, por ejemplo— fue lo que también lo simplificó. Lo mismo que me limitó fue lo que me permitió pelear por vencer esos límites.
Lo que sí creo es que ser adolescente en general no es fácil; uno se está construyendo a sí mismo; a sí mismo y a ese criterio que es tan importante sostener ante los demás y ante uno. Creo que con esa edad estamos cargados de miedos e inseguridades, expectativas propias y ajenas que cumplir; cambios físicos y psicológicos que nos ponen del revés, nos confunden y nos meten en aprietos. Nos sentimos incomprendidos, defraudados, raros, confusos, frustrados. A veces sobrepasados por la propia metamorfosis que implica dejar de ser niños para ser algo a veces indefinible durante demasiado tiempo.
Pero los grandes insistimos: «no seas un borrego», «piensa por ti mismo». No como una invitación a la integridad y a hacer de su vida algo digno y noble; sino casi como una orden, como un mandato, que si no es cumplido, conllevará un castigo vergonzoso o la ruina vital. No recuerdo que cuando yo tenía quince años los profesores nos insistieran tanto con ese tema. Igual no les hacía falta, porque ya contaban con que lo haríamos, o con que lo estábamos haciendo. O igual es que pasaban de eso.
Confieso que me genera mucha intranquilidad a veces asomarme a un mundo lleno de manipulación, conflictos, bulos, abusos; ver que el individualismo y el «sálvese quien pueda» se han convertido en un leitmotiv que se expande peligrosamente como una grieta en el hielo.
Por eso, aunque comprendo la difícil tarea de ser adolescente y el aburrimiento que supone soportar que los adultos vengamos con nuestras «leccioncitas» de gente experimentada y bla, bla, bla… Por favor, sí, «sapere aude», leed, contrastad, sed críticos, buscad vuestras propias voces y miradas. Porque, queráis o no, estáis saliendo de vuestro cascarón. Y ya no hay vuelta atrás.