Muy cerquita de Marbella existe un paraíso, y no precisamente perdido, ya que fue habitado hace cientos de miles de años, en la Prehistoria. O quizás sirvió como escenario para despedir a sus muertos, para honrarles dejándoles los objetos personales que habían usado en vida.
Su nombre evoca a la madre que, con su Pecho Redondo, amamanta con dulzura a su retoño. En su interior, una serie de pinturas, que bien podrían ser un código de señales, indican que la comunicación ya era relevante por entonces, aunque su significado sea harto difícil de asegurar.
Abrigos misteriosos a los que se llega tras un acceso sencillo sumergido en un bosque de pinos, sabinas, enebros y madroños. Mientras, la penetrante fragancia del matorral aromático despierta el sentido del olfato, adormecido por el cemento y asfalto de la ciudad.
De vez en cuando, volviendo la vista atrás, una amplia franja azul, que no es otra cosa que nuestro bello mar, contrasta con las diversas tonalidades de verde que nos rodea.
Añadiendo deleite al paseo, el apacible canto de tórtolas, jilgueros y verdecillos nos acompañan como si de un maravilloso recital se tratara. Sus alegres gorjeos se oyen más a medida que nos acercamos al manantial de Puerto Rico, y es que de todos es sabido que el agua es imprescindible para la vida. Sin la existencia de este manantial, Marbella no existiría.
Aprovechado desde la Prehistoria; también por los romanos, que construyeron el Castellum Aquae, es decir un depósito de agua que la recibía a través de un acueducto; los árabes mejoraron el sistema, deteriorado con el transcurso del tiempo, con la creación de acequias, y ya en el siglo XIX, otras conducciones que abastecieron las fuentes de Marbella. Hoy en día son las tuberías las que propician la salida de la preciada agua por los grifos en todas las casas.
Ya ven, amigos lectores, una ruta fácil y sumamente agradable para darse un baño de clorofila y desconectar de todo lo que cotidianamente nos apremia.