Verano tras verano, por la playa del lugar donde vivo, circulan cada día varios marroquíes cargados hasta las cejas de vestidos, toallas, pareos y bolsos para vendernos a quienes echamos el rato tomando el sol o leyendo junto al mar. Se paran poco. A veces parece que solo están de paso, algunos van incluso como con prisa. Pero no, están trabajando, están ofreciendo su género y tratan de venderlo. Casi todos me suenan de otros años y, aunque nunca les he comprado nada, siempre me saludan. Son amables y sonrientes. Educados siempre.
A lo largo de la mañana y de la tarde se recorren de arriba abajo varias veces los aproximadamente cinco kilómetros que separan Punta Chullera del Castillo de la Duquesa, una y otra vez. Y no lo hacen, claro, por la senda litoral, sino por la playa, por la desagradecida arena de estas playas, que te hunde los pies y te los atrapa, convirtiendo un paseíto en un suplicio para tus rodillas.
El otro día pasó un chaval, era jovencito, podría haber sido alumno mío. No lo había visto antes. Yo estaba leyendo mi última adquisición de la colección de Perro Apestoso y al chico, cuando pasó por delante, le debió de hacer gracia.
—¡Perro Apestoso! ¡Interesante lectura! —dijo señalando el libro y sin reducir la velocidad.
Yo sonreí y asentí.
No me cuadraba que al chaval le gustara ese tipo de lecturas, pero igual, para él, a quien no me pegaba era a mí. Sin embargo, su comentario fue un modo de saludarme, de desearme un buen día. Así lo entendí yo.
Los siguientes días volví a verlo y él me saludó levantando la mano y con una gran sonrisa.
Una tarde, alrededor de las ocho, cuando iba a darme mi paseíto vespertino, me lo encontré a la altura del Castillo de la Duquesa, cuando ya terminaba. Y me acerqué a él:
—¿Cuántas veces recorres la playa al día? —le pregunté.
—Huy, muchas. Pero no pasa nada —me respondió sonriente.
Me contó que se llama Omar, que tiene 19 años y que va a hacer 2º de bachillerato. Y que quiere estudiar la carrera de Integración Social.
Yo le dije que soy profesora y que estaba segura de que, con esa capacidad de trabajo, lo lograría. Y él me dio lo que considera la receta para que a uno le vaya bien en la vida:
—Paciencia y educación —me dijo.
A los dos o tres días volvimos a coincidir, también al final de su jornada:
—¡Hola, profe! ¿Cómo te va?
Y volvimos a charlar otro rato.
Estaba contento, ese día le había ido bien, había vendido bastante y no había pasado mucho calor. Y, bueno, le consolaba saber que ya quedaba poco para que acabara el verano. Ese era su alivio, que pronto empezaría el instituto y dejaría de machacarse las piernas en la playa. También me contó, y fue la mayor sorpresa para mí, que no sacrificaba sus meses de vacaciones porque en su familia necesitaran que echara una mano, sino que lo hacía por él, para poder ahorrar para cuando tuviera que estudiar y aumentaran sus gastos.
De vez en cuando viene bien conocer a gente así; en mi caso, un poco para desterrar una idea que, a fuerza de bregar con adolescentes inapetentes, a veces se me incrusta en la mente. Esa idea de que la mayoría de los jóvenes son así: inapetentes, irresponsables y egoístas.
No hace falta hacer grandes hazañas para desechar prejuicios y visiones distorsionadas de la realidad. Solo hay que levantar la cara de nuestro ombligo y acercarnos un poquito al otro.
Cada vez que bajo a la playa, miro a ver si pasa Omar. Y en algún momento aparece por delante de mí, con su gran sonrisa y su saludo amable:
—¡Hola, profesora! ¡Cómo te va!
—¡Hola, Omar! ¡Que vaya bien hoy! ¡Y bebe mucha agua!
Y lo veo alejarse, con paso acelerado siempre, saludando a unos, parándose con otros. Y yo deseo para él que en la vida recibiera lo que da: paciencia y educación.