Tenemos el verano a la vuelta de la esquina y los sitios de mayor atractivo turístico se preparan para recibir, como viene siendo habitual, una gran avalancha de visitantes que sueñan ya con sus vacaciones aunque todavía falte un poco. Sin embargo no deja de ser cierto que, a modo del reloj de arena que la deja caer a una velocidad yo diría que inmisericorde, pasa el merecido y ansiado descanso casi sin que nos demos cuenta o mucho más deprisa de lo que nos gustaría. Tal vez por eso conviene celebrar más las vísperas, al menos anímicamente, ya que vislumbramos las susodichas vacaciones pero aún no hemos descontado ni un solo día; lo que no deja de ser un consuelo ante el inexorable paso del tiempo que, como es sabido y comprobado, arrasa con todo lo que se le pone por delante, incluso con los emblemáticos meses de julio y agosto que merecerían ser eternos como poco.
Desde luego no es mi intención aguar a nadie la fiesta con comentarios poco positivos sobre esas percepciones que nos entran, a unos más que a otros, llegadas estas fechas. Verán, lo que estoy pensando va por otros derroteros que tienen que ver con las quejas, cada vez más extendidas, acerca de las incomodidades que para cierto sector de la ciudadanía ocasiona la llegada masiva de veraneantes que vienen a eso, a disfrutar de sus vacaciones y con el añadido de que no tienen horario. De eso los residentes en zonas de alta concentración de turistas, sobre todo a determinadas e intempestivas horas, pueden hablar largo y tendido, a la vez que se puede entender su mal humor si tienen que levantarse a las siete o antes de la mañana, para ir a trabajar, y a las dos de la madrugada aún no han podido conciliar el sueño por causa del ruido y el bullicio.
Al hilo de esto recuerdo, siendo yo un crío, que en las noches calurosas de verano muchas familias se reunían en las puertas de sus casas al fresco y, en compañía de nuestros queridos “forasteros” recién llegados, liaban la hebra en animadas veladas de palique donde daban repaso a toda la actividad vecinal y demás novedades de la vida pueblerina. Claro que, con los balcones abiertos ya que el aire acondicionado era tan natural como lo permitían las persianas, mi vecino Pepe amagaba con echar un cubo de agua a la animada reunión que se congregaba en su puerta o en la del vecino, pues el hombre tenía que pegarse un buen madrugón para coger su camión e ir a ganarse las habichuelas allá donde encartara. Ahora que lo pienso, quizás ahí fue donde empezó ese descontento, propio del verano, de quienes tienen todo el derecho del mundo a descansar y que actualmente, sobre todo en el centro de las grandes ciudades como Málaga, donde se dice que puede morir de éxito ante el enorme atractivo que despierta, está tomando una dimensión que era impensable hace apenas unos años.
Bueno, aunque no deja de ser cierto y disculpable hasta cierto punto el malestar de los vecinos residentes en el meollo de la diversión veraniega y nocturna, también conviene hacer otra lectura de todo esto. España tiene en la industria turística, a falta de otras que ya nos gustaría, una importantísima fuente de ingresos y ya me dirán si a nuestros ruidosos visitantes les diera por poner rumbo vacacional hacia otros destinos que, como bien sabemos, los hay y muy atractivos. Por mi habitual lugar de residencia, así como por los excelentes destinos de veraneo a lo largo del litoral malagueño, me da por pensar en lo que ocurriría si, llegado el caso, dejaran de venir o simplemente aflojara la cifra de visitantes que cada año vienen a disfrutar de nuestras playas, clima, gastronomía, etc. No quiero ni pensarlo.
En fin, como señalaba el título de una popular película española de los setenta protagonizada creo que por López Vázquez, el turismo es un gran invento y me temo que no hay más remedio que asumir y soportar los inconvenientes derivados del enorme incremento poblacional que en verano se produce por estas latitudes. Lo otro, ni imaginarlo.