Hoy me he decidido a escribirles porque, sinceramente, estoy un poco cansada de escuchar todo tipo de opiniones acerca de mí.
Para algunos soy felizmente recibida, a veces. Otras, llegan incluso a maldecirme. Los pasados días de Semana Santa, por ejemplo. De todos es sabido que los caminos del Señor son inescrutables. Sus razones habrá tenido, digo yo, para convocarme y aguar las fiestas.
No tengo la culpa de ser necesaria —imprescindible, diría yo— para que exista la vida. Ni tampoco de mis, a menudo, caprichosas puestas en escena; y es que no se pueden hacer una idea de la cantidad de factores que me afectan. Factores de los que en su mayoría son ustedes responsables. ¡Y lo saben!
¿Quiénes contaminan la atmósfera con todo tipo de agentes químicos, físicos o biológicos? ¿Quiénes provocan incendios forestales por oscuros intereses económicos? ¿Sabían que la calidad del aire está estrechamente ligada con el clima del planeta? Seguro que sí.
Es cierto que, de vez en cuando, soy capaz de demostrar toda la furia que puedo contener. Me muestro implacable y peligrosa junto con otros compañeros de juegos. Causo justificado temor a los seres humanos de todo el planeta, que se encomiendan a santa Bárbara cuando truenan las tormentas.
Sin embargo, hasta hace unos días, la gente imploraba y se preguntaba cuándo iba a hacer acto de presencia. Algunos, incluso llegando a aventurar extrañas conspiraciones sobre los motivos de mi ausencia. Se han tomado medidas restrictivas para el consumo de agua, tales como no regar jardines ni parques públicos; se ha reducido la presión para limitar el volumen y también el tiempo de suministro. Todo porque los pantanos estaban bajo mínimos.
Pero no se crean, también puedo mostrar mi lado más amable; ése que permite bailar de alegría en calles de farolas tenues, o ese otro que va calando los abrazos de los enamorados, mientras se prodigan palabras empapadas de amor.
Sí, amigos, soy yo, la lluvia que nunca cae a gusto de todos.