Pocas semanas después de terminar el verano, con el curso recién empezado e invadidos por cierta nostalgia vacacional, nos gusta vislumbrar la llegada de Halloween. Ya hasta nos aburre escuchar a unos decir que eso es un invento de los americanos y a otros que no, que eso ya lo habían creado los europeos y los americanos lo copiaron. Esas disputas no nos interesan porque nos distraen de lo más importante en ese momento: encontrar un esqueleto bonito para colgarlo en la puerta de nuestra casa.
Luego, en unos días, tras retirar las telarañas y los murciélagos, nos llega el olor a castañas asadas y a turrón, porque se nos echa encima la Navidad, que cada vez empieza antes, y en las estanterías de los bazares se juntan las calabazas con el niño Jesús.
Pero antes tenemos el Black Friday, que entró en nuestras vidas hace unos años con la discreción de un día de descuentos, y ahora podemos hablar prácticamente de Black Week, porque las ofertas irresistibles duran una semana. Aunque lo bueno de esto es que no entramos en el debate de si nos lo han impuesto los americanos (como Halloween), y además no te obliga a ponerte gorritos ridículos.
Pero es que ha llegado un punto en que da igual el motivo, porque cualquier excusa nos vale para consumir. Y ya parece que una celebración se queda a medias si no hemos comprado algo para la ocasión (un disfraz, un adorno, un regalo, un objeto innecesario que miramos con ilusión cuando sale de la caja y luego olvidamos). Tenemos la sensación de que, si no paramos en un centro comercial o no llega el repartidor de Amazon en algún momento, no estamos participando, nos estamos perdiendo «la gran fiesta».
En estos días, a las puertas de la Navidad, además de tener que pensar en el regalo para el cuñado, la sobrina, el suegro y mamá, hemos añadido otro evento consumista más, porque nos va la marcha, esa es la verdad. Y no son pocos los grupos de amigos, primos, compañeros de trabajo… que celebran el conocido «Amigo invisible» que, según las fuentes que se consulten, es una tradición venezolana, de la antigua Roma o, por supuesto, americana. Pero otra vez eso da igual, porque nos pone en bandeja la posibilidad de gastar, que es de lo que se trata.
Yo no soy muy de «amigo invisible», sin embargo, este año, en un inocente acto de rebeldía, he querido organizar un «Amigo Invisible Anticonsumista». La primera y única regla está clara: el regalo no se compra, se hace. Con eso abordamos y neutralizamos dos de las cosas que se automatizan en estas fechas: regalar y gastar.
Creo que regalar tiene que ser un acto muy cuidadoso y muy consciente; casi una especie de ritual que empiece en el mismo momento en que uno decide que va a hacer un regalo. Y en ese instante pone en su objetivo al ser a quien va destinado: lo observa, lo escucha, se interesa por sus gustos, sus anhelos, por sus ilusiones. Intenta conocerlo un poco mejor si cabe. Pone su energía en él, pone su tiempo, que es lo más valioso que tiene. Se despoja del ego y se da un poco a sí mismo. Porque ese es, en el fondo, el verdadero regalo.