La mujer camina. Sus zancadas largas atraviesan con soltura la vereda. Bajo las hojas de encinas y algarrobos se cuelan tímidos algunos rayos de luz que iluminan su cabello blanco, calizo, avivado de reflejos violetas. La mujer camina y, mientras lo hace, va apartando a su paso ramas sueltas. No se detiene. Ni siquiera para contestar.
“¿Que cuántos años tengo?, ¿No lo sabes? Por aquí lo saben hasta las piedras, tengo 78”.
Dolores Navarro –o Dolo, o Lola, según quién la quiera llamar- ha sido muchas cosas en su vida: Modista, camarera de piso, cuidadora geriátrica…pero si hay un papel que le ha valido en estos años el reconocimiento y la popularidad es el de guardiana de caminos. Dolores fue la primera en darse cuenta de que su pueblo, Marbella, había pasado mucho tiempo mirando al mar y muy poco a su espalda, a Sierra Blanca. Un macizo montañoso que comparte con Ojén e Istán, un paraje verde y abrupto de singular forma marina, poblado de pinos, castaños, helechos, pinsapos, olivares, atravesado de águilas, cabras montesas, halcones peregrinos. Un refugio natural protegido hoy como Lugar de Interés Comunitario (LIC) que, hasta hace muy poco –unos cuarenta años-, era un lugar desconocido. Hasta que llegó Dolores y lo quiso remediar.
“Yo de nacimiento siempre tuve problemas de escoliosis y descubrí, cuando tenía ya a mis hijos, que caminar era una de las mejores medicinas. Por eso empecé a venir a la sierra”.
La montaña la atrapó. Sus pliegues y sus caminos, los mismos que recorrieron para desplazarse sus antepasados, despertaron su curiosidad. ¿Y esa cañada cómo se llama?, ¿Y ese pico?, preguntaba a todo aquel que se cruzaba en sus paseos y como nadie sabía contestarle, ella se puso a investigar.
Sola empezó a rastrear el monte, a buscar antiguos cabreros, guardas forestales, cazadores para que la ayudasen a recuperar los viejos nombres caídos en el olvido. “Empecé a meterme en la sierra, a conocer a los guardas, a hablar con los abuelos. Yo a todo el que veía por la montaña le preguntaba. Algunos no me querían hablar, por ser mujer, por ir sola. Pero a mí eso no me importó nunca, sabía que estaba haciendo algo importante”.
Dolores se compró una cámara y, con tal de seguir tirando como un ovillo de la memoria popular, se dedicó a hacer fotos de los senderos para llevárselas a los más mayores. Así fue completando, con paciencia, todos los huecos vacíos: La cañada de Puerto Rico, Los Monjes, el puerto de los Gitanos, el puerto de las Pitas, Buenavista, el tajo de Juan Benítez, el puerto de Juan Ruíz. Un trabajo fatigoso y desinteresado con tal de devolver el nombre a algo que Dolores sentía tan suyo como sus dos piernas o sus dos pulmones.
Aún con esa pasión indestructible, llegó un momento en que su vida en la montaña se detuvo, se impuso la vida de fuera y, por motivos familiares, estuvo cinco años sin volver. Cuando al fin regresó a la sierra, Dolores se quedó pasmada. Todos esos caminos a los que ella, con tanto esfuerzo, había devuelto su pasado, su identidad, habían sido borrados. Por falta de mantenimiento, fueron engullidos por la vegetación.
“Un día quise llevar a unas amigas al mirador de los Gitanos y fue imposible. No se podía andar. Pregunté qué podía hacer y me dijeron: ahí tienes unas tijeras, coge a tus amigas y vete a cortar. Y así lo hicimos”. Era otoño de 2008 y Dolores y otras tres mujeres se pusieron, con las tijeras en ristre y sin mapas, a desbrozar los caminos, volver a trazarlos de memoria. Empezaron por los cinco kilómetros de la vereda del Faro y de ahí siguieron. En enero de 2009 se constituyeron como asociación, necesitaban un nombre y Dolores, que en eso de nombrar tenía experiencia, se lo puso. Así nació “Mujeres en las Veredas”.
“Nos entrevistaron en la radio y pedimos ayuda, no teníamos herramientas para cortar. Al día siguiente se juntó un montón de gente que quería acompañarnos, fue tremendo”. Decenas de personas -mujeres, hombres, niños- se han sumado a este grupo desde entonces y, entre todos, han limpiado y desenmarañado toda la cara sur de la sierra. 50 kilómetros de senderos resucitados de la maleza para que hoy los disfruten las familias, los atletas, los turistas. Como guinda al proyecto publicaron varios libros y guías con las fotografías de Dolores e instituyeron en 2014 la primera carrera en Sierra Blanca. “Hemos conseguido que la montaña sea una alternativa para la gente joven en Marbella. Esa es nuestra satisfacción, cuando voy por la montaña y veo a la gente me da mucha alegría, sobre todo cuando veo a mujeres solas”.
Con todo nombrado y limpio, a finales de 2020 la Sierra Blanca de Marbella obtuvo el certificado Q de Calidad. Es la primera red de senderos en España que consigue este reconocimiento. Dos años después, a finales de 2022, el pueblo de Marbella quiso agradecer a Dolores su labor –que sí, tenía razón, era importante-. Le puso su nombre a un pequeño mirador. Curiosamente eso a ella le gustó un poco menos. “Yo me considero una caja donde se ha ido depositando la sabiduría de todas las personas que había en la sierra, ellos han confiado en mí y eso hay que respetarlo. Toda la sierra tiene su nombre, no hay que poner nombres nuevos”.
Ahora que el Ayuntamiento les ha quitado algo de trabajo, que ahora él se ocupa de colocar y mantener los postes y senderos, las Mujeres de las Veredas siguen, no obstante, saliendo a limpiar, se mantienen vigilantes. También Dolores Navarro, aunque un poco menos. Ahora ella tiene que cuidar de su madre, de casi cien años, pero en cuanto puede se vuelve a escapar. A menudo se ve su pelo blanco y violeta, su cuerpo ágil y menudo subiendo y bajando las cañadas. Los senderistas se la encuentran y le preguntan, le piden consejo, le toman fotografías, como si se tratase de uno de esos seres extraordinarios, casi mitológicos, de esos que protegen con su sola presencia los caminos y a todos quienes los respetan y los habitan.