No es nada nuevo pues desde hace ya tiempo nos tienen acostumbrados; sólo que en estas últimas semanas han elevado el nivel de crispación, de insultos y de pésima educación hasta unos niveles que yo, al menos, nunca pensé que vería. Sí, sí, como muchos de ustedes habrán adivinado ya, me refiero a nuestros representantes políticos que parecen olvidar para qué los hemos elegido. El problema de esto no es sólo que han colocado en un segundo plano sus obligaciones como parlamentarios que deberían centrarse en dar soluciones a los problemas de los ciudadanos; unos desde el estamento ejecutivo, léase gobierno, y otros desde el legislativo realizando además labores de control.
Pero ellos, supongo que porque les gusta, se dedican al ejercicio de lograr quién es el mejor y más ocurrente insultador. De modo que si a uno lo han pillado cometiendo un desaguisado, de los que hoy tanto abundan en el escenario político, su reacción no es ya la dimisión, que eso es cosa de otros, ni siquiera asumir el error y pedir perdón, sino contrarrestar al rival del otro partido con una nueva acusación o escándalo, más gordo si es posible y con una larga ristra de insultos. Vamos, que yo he hecho esto o me han pillado en lo otro, pues tú más. Pero, vamos a ver, ¿es tan difícil que entiendan cuál es su misión y no pelearse entre ellos?
Los que ya tenemos algunos años, que no es cosa de cuantificar ahora, vivimos cuando niños un tiempo gris en el que nuestros padres tenían sus ilusiones puestas en que un día llegaría la democracia a la vida de los españoles. Aquellos niños crecimos y también la misma esperanza de nuestros padres la hicimos nuestra, hasta que por fin un día fuimos orgullosos a nuestros colegios electorales a depositar una papeleta, que tanto significaba, en la urna. Eran las primeras elecciones democráticas, las que tantos sacrificios y lágrimas costaron, las que muchos españoles no llegaron a vivir. Las que se celebraron cuando muchos de los políticos que hoy se insultan, faltándose al respeto como también nos lo hacen a nosotros, los ciudadanos de a pie, eran tan críos que ni siquiera son conscientes de lo que costó alcanzar la democracia. Si lo fueran, desde luego actuarían de otro modo cuando montan esos vergonzosos rifirrafes en el Parlamento. ¡Qué pena verlos en plena faena!, vociferando, a grito pelado, levantándose de sus escaños para señalarse unos a otros, en una actitud provocadora que causa, a mí al menos me lo parece, vergüenza ajena.
En fin, ya que hoy es domingo de Resurrección y siempre queda un atisbo de esperanza, me atrevo a pedir a nuestros políticos, en memoria de todos aquellos que murieron sin llegar a ver la democracia por la que tanto suspiraron, que hagan un esfuerzo, aunque ahora lo llamaría más bien milagro, por resucitar el espíritu de concordia, respeto y de colaboración al menos en determinados temas de interés general; sólo así podremos seguir confiando en que realmente merece la pena nuestro sistema democrático. Si no lo hacen, es evidente que acabará produciéndose un desapego cada vez mayor de la política, especialmente entre los más jóvenes, que me parece muy nocivo para nuestro país; y si no, al tiempo.