Con una extraña climatología que nos tiene bastante despistados, será cosa de eso que llaman cambio climático y que algunos aún no asumen, ya está aquí de nuevo la Navidad y ese espíritu que se apodera de quienes todavía creemos en ella para seguir soñando, si bien cada vez va quedando menos sitio para los sueños.
Reconozco que puede ser una reflexión más propia de la edad que para algunos ya nos marca el «deneí», pero lo cierto es que ahora la Navidad se parece bien poco a la que recuerdo de mi niñez. Sin ir más lejos antes era todo más sencillo, ahora basta darse una vuelta por los comercios de nuestras ciudades para apreciar la descomunal ola de consumismo que nos devora y amenaza con dejarnos los bolsillos más tiesos que la mojama. De hecho, apenas empezado noviembre ya está en marcha la campaña navideña y se nos va de tienda en tienda, a menudo con los nervios a flor de piel, gran parte de nuestro tiempo que bien podríamos dedicar a otros menesteres más económicos y menos bulliciosos.
Siempre ha sido una fiesta muy familiar y sobre todo para que la disfruten los niños, por eso no puedo dejar de pensar que en algunos lugares del mundo, especialmente en uno no muy alejado de donde nació ese niño cuya venida al mundo nos disponemos a celebrar ahora, han muerto y siguen muriendo muchos chiquillos en medio de un trágico escenario del que debería sentirse avergonzado el mundo entero. Y no digo nada de lo que se está viviendo -o quizás debería decir muriendo- en Ucrania, de donde ya ni siquiera es noticia la barbarie que la guerra está causando.
En fin, las celebraciones familiares tiran lo suyo y un año más, a pesar de todo, nos disponemos a celebrar la Navidad; claro que con la mirada dirigida hacia otro lado y hasta cantando eso de «Noche de paz, noche de amor…».
Lo de siempre: Feliz Navidad.