(Este reportaje publicado originalmente en la revista Altair Magazine, fue galardonado en el II Premio Internacional de Periodismo Manuel Chaves Nogales. Lo publicamos hoy con motivo de la celebración de la Ruta de las Recoveras 2023 que tiene lugar este fin de semana en Casares)
Los pies de Gertrudis no eran de este mundo. Semejante tamaño solo podía responder a un milagro o algún suceso sobrenatural. Quién si no iba a creerse que aquella mujer tan callada y de ojos grises, medio felinos, calzaría así, como si nada, siete u ocho números más que el resto de las vecinas.
La genética de los Mantichos era así, de natural bigarda. Su padre –contaba entonces la leyenda- había sido el hombre más alto del pueblo y probablemente de él heredó Gertrudis sus buenos pies, tan grandes que para armarse unas simples alpargatas debía usar suelas de varón. Y no cualquier tipo de suela. Hacía falta buen material, uno capaz de atravesar veredas y carriles asalvajados, de correr campo a través, de pisar guijarros puntiagudos sin inmutarse. Unas suelas brutas para sus brutos pies. Un 42 nada menos. Como si el mismo Dios se los hubiera diseñado para todo lo que le quedaba por andar.
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Rosa muestra la foto de Gertrudis. Tiene la piel clara, los labios finos, el pelo bien tirante para atrás. No se aprecia su altura, es una foto de carnet, pero algo regio se intuye en el porte de sus hombros, tan firmes.
Gertrudis Carrasco lleva un jersey negro y apoyada sobre la pared mira a la cámara con entereza o con rabia contenida. Es difícil saberlo. “Esa foto es de después de la guerra, es la que le hicieron para la cartilla de racionamiento”, cuenta Rosa, “esa es la cara que tenía mi madre cuando iba al estraperlo”.
Estraperlo es una palabra extraña. Parece fruto de un invento y, de hecho, lo es. La crearon en los años 30 los empresarios Strauss, Perle y Lowann –de ahí el acrónimo straperlo, sin la e- para nombrar un popular juego de ruleta. En 1934 este trío de embaucadores logró seducir al gobierno de la II República para que introdujese el juego en los casinos españoles. Poco después se descubriría que las ruletas estaban trucadas y la palabra –straperlo- se colaría en el lenguaje popular como sinónimo de fraude y embuste.
Fue tras la Guerra Civil, a comienzos de los años 40, cuando adquirió su significado definitivo, el mismo que mantiene a día de hoy. Estraperlo se refiere al comercio al margen de la ley, al mercado negro, la compra y venta clandestina.
Por aquel entonces, sobre las cenizas aún calientes de la guerra y en vísperas de otra aún mayor –la segunda Guerra Mundial-, la recién nacida dictadura de Franco decidió imponer la autarquía y cerrar sus fronteras a cualquier producto o materia prima del exterior. El ideal era lograr una España autosuficiente –eso dijeron-, pero la realidad, mucho menos ambiciosa, se tradujo en más de una década de agónica escasez. Todos los productos de uso cotidiano tuvieron que ser racionados a través de un sistema de cartillas en las que el régimen controlaba cuánto y qué se podía comprar y comer.
“Las cartillas proporcionaban alimentos insuficientes para la subsistencia y lo que se entregaba era de muy mala calidad. La gente se moría de hambre, literalmente”, explica Gloria Román, doctora en Historia Contemporánea por la Universidad de Granada, especializada en investigar el rastro del hambre en la primera posguerra y de su contrapartida, el mercado negro.
En su trabajo “El negocio del hambre”, publicado en 2020, Román escribe: “Emergió entonces con fuerza un suculento mercado negro al que acudían a vender muchos productores que buscaban obtener aquí un precio mucho más remunerador que el que obtendrían de colocar sus productos en el mercado oficial (…). Algunos precios llegaron a multiplicarse por treinta respecto a los precios oficiales”. Sin embargo –precisa la investigadora-, la clandestinidad también tenía sus categorías.
Estaban, por un lado, los grandes contrabandistas, “personas con medios para contrabandear a gran escala, con camiones, almacenes”, que acaparaban y distribuían grandes cantidades de trigo o aceite. “Personas –dice Román- próximas al poder, incluso cargos del régimen que operaron de forma corrupta” para lucrarse con el hambre ajena.
Y luego estaba el pequeño estraperlo, el de supervivencia, el de Gertrudis. Ella, como otras muchas mujeres jóvenes, pobres, casi todas pertenecientes al entorno de los vencidos, con maridos fusilados, huidos o en prisión, encontraron en el pequeño contrabando el único medio para dar de comer a sus familias. Para ello debían realizar largos trayectos hasta llegar a un puerto franco donde conseguir la mercancía, fundamentalmente pequeños bienes de primera necesidad -café, azúcar, mantequilla- que luego revendían ellas mismas, puerta a puerta, al margen de los controles oficiales. Uno de esos lugares, el más popular, estaba en el extremo sur de la península, en el pueblo gaditano de La Línea de la Concepción, fronterizo con Gibraltar.
Hasta allí llegaban las mujeres de las sierras de Málaga y Cádiz. Las llamaban matuteras, derivado de matute que, como estraperlo, significa vender lo prohibido. La palabra se emparenta con otra, matutino, y tiene su razón de ser porque era justo ese momento, casi rayando el alba, cuando las matuteras, siempre en grupos de seis o siete mujeres, se echaban a las calles.
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El pueblo de Gertrudis, Casares, pertenece a la provincia de Málaga, aunque sus tierras rozan con las de Cádiz. Está situado en un alto, a 400 metros sobre el nivel del mar, y en él viven unas seis mil personas dentro unas casas blanquísimas que se encaraman a la montaña, igual que un nido de golondrinas. Desde Casares se ve la costa de Málaga espejeando en los días claros, pero también la bahía de Algeciras y el macizo rocoso de Gibraltar. Desde allí, la colonia británica se ve emerger del agua como una aleta oscura, como el espinazo de un animal submarino.
“Yo tengo muchos problemas de osteoporosis pero es normal con la mala vida y la alimentación que he llevado. Los médicos me dicen que no puedo ni mover el brazo. Yo, de broma, les contesto que Franco tuvo la culpa”.
Quien habla es María Lazo. Vive en Casares, en medio de una calle estrecha, empinada, trabajosa. María supera los 80 y, a pesar de su osteoporosis, se mueve como una polilla mientras prepara los avíos del puchero. Ni siquiera se sienta para hablar. De pie, frente a los fuegos, intenta recuperar de la memoria viejos recuerdos del estraperlo, de cuando ella iba a La Línea acompañando a su abuela. Cinco años tenía entonces.
“Íbamos andando todas las mujeres juntas por la vereda, siempre por el mismo camino. Yo entonces acompañaba a mi abuela Carmen. Iba detrás como un perrillo”. María y su abuela viajaban en el grupo de Gertrudis, más conocida en Casares como “la manticha”. A ella, como a todas las demás, se la identificaba por el apodo. Nombres como la Juanillagil, la vinagra, la sarmienta, la gallipava o la chíchara formaban el resto de la cuadrilla, casi todas viudas de guerra.
El camino del estraperlo empezaba siempre de madrugada en una vieja vía pecuaria de nombre oportuno y literario, la “vereda de las mentiras”. Desde allí, las mujeres enfilaban hacia el sur y hacia el oeste. Por delante, solo tierra y oscuridad. Eso y 49 kilómetros a pie, casi doce horas de peregrinaje hasta llegar a La Línea.
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Las matuteras caminaban como quien cose una herida, con respeto y atención. Buscando los senderos más espesos, las rutas más escondidas, carriles solo abiertos por el paso distraído de las bestias. Acompañadas por el propio eco de sus pasos y el vuelo noctámbulo de las lechuzas y los buitres leonados, descendían las mujeres por aquella colina pedregosa, acompasada la respiración, como un solo cuerpo, sigiloso, ligero.
Casi todas vestían del mismo modo, con ropas oscuras, vestidos anchos, muy holgados, reservados expresamente para el oficio clandestino. La razón es que por dentro estaban llenos de bolsillos que ellas mismas cosían al forro de la falda, al delantal, a la doblez del cinturón para transportar a la vuelta, bien oculta, la mercancía.
“El vehículo era su propio cuerpo y algún bolso o espuerta en cada mano, por eso la mercadería era escasa y no tenía mucho valor”, escribió hace años en la revista Aljaranda el escritor gaditano José Araujo. Él, que conoció a muchas matuteras en persona, aseguraba que “para hacer eso no servía cualquiera. Había que tener valor, maña, velocidad en las piernas, entereza”. Solo así se entiende que aquellas mujeres, como hormigas obstinadas, lograsen avanzar a tientas por caminos tan ásperos y oscuros, sorteando árboles, piedras, malezas espinosas, oquedades negras.
Una vez bajada la colina y a medida que la luz empezaba a dibujar los primeros contornos del paisaje, la ruta las llevaba hasta el río Genal, justo en el punto donde éste entrega sus aguas al Guadiaro, el río que separa las tierras de Málaga y Cádiz. Una vez ahí, bien refugiadas una en la espalda de la otra, las mujeres del estraperlo cruzaban su primera frontera. La presencia de luz en este punto desde luego era una bendición, sobre todo para evitar arañazos o caídas inesperadas, sin embargo también podía volverse en su contra. Nada peor que la claridad para unas mujeres cuya supervivencia dependía de su talento para hacerse indetectables.
“Si alguna decía que vienen los guardias, nos escondíamos rápido detrás de las matas. Sin respirar, no respirábamos”, recuerda María Lazo. “Cuando ya pasaban, entonces salíamos corriendo”. Así, entre susto y susto, las matuteras entraban en Cádiz y, crujiendo las plantas de los pies como si masticaran pan duro, rodeaban los pueblos de San Martín del Tesorillo, de Montenegral Alto, de Castellar. Para entonces habrían recorrido ya unos 30 kilómetros y aún les quedaría al menos una tercera parte del camino.
Justo al llegar el mediodía, las mujeres alcanzaban el parque de los Alcornocales. Allí aprovechaban la sombra de aquellos árboles de pieles abiertas por los hombres del corcho para aliviar sus riñones, sus frentes coloradas, para comer alguna cosa -un pequeño bollo, un pedazo de tocino crudo-, poco tiempo en realidad, porque enseguida retomaban el ritmo para atravesar juntas por la vieja finca abandonada de Majarambú y luego por el Pinar del Rey, en el pueblo de San Roque, con la vista siempre en dirección a Gibraltar, la aleta oscura marcando como una aguja magnética el norte.
Para las siete de la tarde las matuteras llegaban por fin a La Línea con los pies rotos, esmorecidos. Allí se alojaban todas en una misma pensión y sobre los camastros compartidos se descubrían una por una las llagas, se raspaban los callos, se masajeaban los dedos, el canto afilado de los talones. Ya fuesen creyentes o ateas, todas rezaban esa noche por aquellas pieles rotas, cuarteadas, muertas de dolor. Como fieles penitentes, cerraban los ojos e imploraban el milagro, que por favor aquellos cuerpos desahuciados volviesen a revivir el día después.
A la mañana siguiente, una vez hecho el recuento, las mujeres salían de nuevo. Bien temprano se iban al Paseo de la Velada o a la calle de las Flores, en el centro de La Línea, donde otras mujeres vendían, tirados sobre mantas en el suelo, los valiosos productos ingleses venidos a hurtadillas de Gibraltar. Café, mantequilla, sacarina, pan inglés, mucho tabaco de picadura, pero también medicamentos como la penicilina o productos de aseo, exquisiteces difíciles de encontrar en la austera España de posguerra, sobre todo jabones, lápiz de labios, medias de cristal. Las matuteras lo compraban o lo intercambiaban por productos que ellas mismas traían de la sierra, por algo de huevos o chacina, y luego lo repartían entre los bolsillos secretos o directamente lo metían dentro de las fajas o lo agarraban con una liga bajo el faldón. Por delante 49 kilómetros de vuelta, todo cuesta arriba.
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En el pueblo de San Roque, en la zona del Toril, estaba uno de los lugares más temidos por las matuteras. Desde que en 1940 la Guardia Civil asumió el deber de controlar el estraperlo se estableció allí, en el cruce de carreteras que iban hacia Málaga y hacia La Línea, una oficina de registro donde cualquier persona que pasara debía declarar todo lo que llevase encima. Si el testimonio no era sólido, si la más mínima duda asaltaba al guardia civil, ésta era sometida a un escrupuloso cacheo, difícil de salvar incluso para ellas, reinas del disimulo.
Ni la dureza del camino, ni la oscuridad de la noche, nada era para las mujeres del estraperlo tan peligroso como enfrentarse a la Guardia Civil, quien no solo podía arrebatarles la mercancía, podía quitarles hasta la propia libertad.
“La Ley de Tasas de 1940 establecía multas para los estraperlistas que oscilaban entre mil y 500 mil pesetas. Cuando una mujer no podía pagarla, la insolvencia las llevaba a la cárcel. Por eso en los 40 disminuyó el número de presas políticas y aumentó el número de mujeres en prisión por la Ley de Tasas”, cuenta Lucía Prieto, profesora de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad de Málaga. En el libro ‘Así sobrevivimos al hambre’, coescrito en 2003 con la también profesora de Historia Encarnación Barranquero, Prieto destaca cómo en Málaga, sólo entre los años 1945 y 1946, se efectuaron 513 detenciones por tráfico clandestino de tabaco, azúcar, té y café. Según cuenta el mismo libro, existía una forma en que las matuteras podían eludir estas multas, aunque eso implicaba necesariamente pagar un peaje a los guardias. En el mejor de los casos entregarles parte de la mercancía, en el peor entregarles el cuerpo. “Había veces que los guardias les pedían favores sexuales”, indica Prieto, “por eso precisamente iban juntas, se unían para hacer frente a eso”.
La represión al pequeño estraperlo se extendió desde principios de los años 40 hasta bien entrados los 50. Hasta entonces el Estado incluso ofreció recompensas –hasta un 40% de la mercancía incautada- a aquellos que las quisieran delatar. Solo a ellas, que llevaban a lo sumo cuatro puñados de café, unas pocas medias y un cuarterón de tabaco. A ellas, que no tenían más medios que sus propios pies. A ellas, especialmente a ellas –y no a los grandes contrabandistas, todos hombres – se les quiso dar un castigo ejemplar.
“La mujer que transgredía la Ley de Tasas, también transgredía esa moral católica que decía que la mujer tenía que estar en casa, con su marido y procreando hijos”, recuerda Lucía Prieto. “La que se dedicaba al estraperlo salía sola, salía de noche, a menudo dejaba a sus hijos solos en casa. Lo estaba transgrediendo todo y encima para poder cometer el delito tenía que enfrentarse cara a cara con la autoridad. Su osadía las convertía en transgresoras de su propia condición femenina”.
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Cuentan que una vez de regreso, todas cargadas de bultos, en mitad de la subida, las mujeres de Casares pararon un rato a descansar y que, para irse calentando las gargantas por el camino, sacaron de las alforjas una botella de aguardiente. Fue sonado el susto que ese día, al llegar a su casa, se llevó la pobre Juanillagil. Ella, que siempre iba al estraperlo acompañada de un viejo borrico, aseguraba convencidísima que allí no había un burro, que ella veía dos. “Mi abuela era así, una mujer muy graciosa”, cuenta Ángela Fernández, nieta de Juana Vargas, la Juanillagil. “Físicamente era una mujer enorme, una pedazo de mujer, grande, derecha. Yo la conocí ya de mayor, siempre con su pañolito negro, sus enaguas, pero por lo que me cuentan de ella, al decir que soy nieta de la Juanillagil, siempre me dicen que cuando iban a la Línea las montaba gordas”.
Angelita, que hoy vive en la misma casa blanca que un día habitó su abuela, apenas tuvo tiempo de compartir los recuerdos con ella. Sin embargo, está convencida de que tanto Juana como el resto de mujeres del estraperlo marchaban juntas no solo para protegerse de los peligros del camino, también para arroparse, para animarse unas a otras. Que solo en aquellas trochas y veredas escondidas las viudas de guerra podían llorar, desahogarse, maldecir o reír a pierna suelta. Hacer todas esas cosas que la dictadura les prohibía.
“Yo pienso que menuda fuerza tuvieron que tener esas mujeres para soportar tanto, con sus maridos muertos, con ese hambre tan grande, pero creo que a pesar de la tristeza ellas también tenían momentos de alegría. Creo que aquello no fue solo un alivio económico, también fue sentimental”.
Por suerte todavía están los recuerdos de María Lazo para confirmarlo. “Sí, sí. Las mujeres bebían aguardiente y hasta cantaban y todo. A mí me encantaban los fandangos, por eso siempre les decía cántate otro y otro más, y les hacía así, les hacía palmas. Las mujeres tenían ahí en los caminos otra libertad”. Y quizá por eso, por libres, las encarcelaban. Por insurrectas las miraban mal. No solo las autoridades, también sus propios vecinos. “El estraperlo estaba aceptado socialmente por la población. Todo el mundo sabía lo que hacían, ellas eran las que permitían que se comiera en los pueblos -cuenta la profesora Prieto-, pero la palabra matutera era un estigma, estaba siempre bajo sospecha. En aquellos tiempos, La Línea -una frontera extranjera- era el prostíbulo más grande de España. Desde el punto de vista moral, toda mujer que iba a Gibraltar era comparada con una prostituta”.
Por esa razón durante mucho tiempo del estraperlo se habló poquito o ni siquiera se habló. Incluso en Casares, por miedo al peso de las palabras, se cambiaron el nombre para llamarse a sí mismas recoveras, un término que en realidad se usaba para designar a las mujeres que compraban y vendían huevos. Lo suficientemente opaco para borrar cualquier rastro del camino a Gibraltar.
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Gertrudis mira a la cámara y aprieta el entrecejo, fuerte, como si esos escasos centímetros de piel bastasen para aguantar una tormenta. “Mi madre pintaba seria, pero claro aquella época fue muy dura, yo sé bien todo lo que ella sufrió”, explica Rosa Romero con la foto de la cartilla de racionamiento aún en las manos. Tiene casi 88 años y de su madre no heredó los pies –ella calza un discreto 38- pero sí la piel clara, el corte fino de los labios, el apodo -“Tú vas a Casares y preguntas por Rosa Romero y no saben quién es, ahora preguntas por Rosa la manticha y me conoce todo el mundo”-, pero sobre todo Rosa heredó de su madre la historia, el relato irrefutable de aquellas caminantes insumisas.
“Echaban tres días para ir y volver, tres días que mi hermana y yo nos quedábamos solas. Yo recuerdo que echaba mucho de menos a mi madre. También recuerdo que en el invierno volvía siempre con la ropa chorreandito. Ella se acostaba y mi hermana se la secaba en el picón. Al día siguiente tenía que ir por las casas a vender lo que había traído. Si lo vendía todo, volvía a la semana siguiente a La Línea. Así estaba todo el día, afanando para ver cómo darnos de comer”.
Gertrudis, como casi todas las matuteras, abandonó el estraperlo a partir del año 52, cuando la dictadura eliminó las cartillas de racionamiento, y justo después abandonó Casares. Se instaló con sus hijas en un piso de la costa y de allí no volvió a moverse más. Tras años desgastando suelas, la mujer se agarró a aquel trozo de tierra igual que esas flores salvajes que crecen en mitad de las aceras. “Ella no iba a una procesión, ni a una misa, ni a una feria, ni a comprar a una tienda. Nosotras teníamos que traerle las muestras de telas y los zapatos para que se los probara en casa. Ella no salía para nada”, cuenta Ana Mora, hija de Rosa, nieta de Gertrudis. “Mi abuela se sentaba en el sofá y me contaba historias. Por ella supe de los viajes a La Línea, lo contaba una y otra vez, el hambre que pasaba, las humillaciones. Para mí esas mujeres fueron heroínas”, asegura.
Esa misma palabra –heroínas- utiliza la escritora Pura Sánchez en un artículo publicado por el Centro de Estudios Andaluces bajo el título Heroínas invisibles: mujeres entre la represión y la resistencia. “Estas mujeres -explica Sánchez-, calificadas en las fichas policiales bajo el genérico ‘de profesión: sus labores’, respondieron al proceso represivo con estrategias de resistencia basadas en la solidaridad y la cooperación. Así, salvaron sus vidas para salvar las de sus hijos, una heroicidad, la de conservar la vida cuando esta no vale nada”.
La escritora reivindica el legado de aquellas mujeres desobedientes, mujeres que con su luto a cuestas prefirieron delinquir a pedir, andar casi cincuenta kilómetros de golpe a acudir al Auxilio Social franquista, “donde el pan debía tragarse a fuerza de himnos y rezos”. Sin embargo, y a pesar de ser un ejemplo claro de resistencia, resulta curioso lo poco que se ha escrito sobre ellas.
“La memoria histórica siempre ha sido el trabajo de buscar las fosas, los hombres que fueron fusilados pero, ¿qué fue de aquellas mujeres que quedaron y tuvieron que enfrentarse a la vida?”, se pregunta Ana Mora. ¿Por qué solo leímos el relato de los héroes mientras las heroínas se iban apagando silenciosas en el sofá?
Gertrudis murió en 1998. Casi veinte años después, Ana decidió contar su historia. Primero escribió un relato al que tituló ‘Mujeres de ojos grandes’ inspirado no en los pies, sino en los ojos grises, medio felinos, de su abuela. “Cuando escribí el texto vi que había que hacer algo más. Entonces le propuse a unas amigas senderistas hacer el recorrido para ver cómo era el camino”.
Así nació la Ruta de las Recoveras. Un trayecto reconstruido sobre recuerdos prestados y que atraviesa los mismos lugares, de Casares a Gibraltar, por donde pisaron las mujeres del estraperlo: la vereda de las mentiras, el río Guadiaro, el Parque de los Alcornocales, el Toril, el Pinar del Rey. Un camino difícil, estructurado en varias etapas y con un desnivel de casi cuatrocientos metros, que se ha propuesto recuperar uno por uno todos aquellos senderos huérfanos. En octubre de 2017 y con el apoyo del Ayuntamiento de Casares y la Asociación Andaluza por la Solidaridad y la Paz, se convocó la primera edición de la ruta, invitando a familiares y descendientes de las caminantes originales, pero también al conjunto de los vecinos del pueblo.
“No fue fácil”, admite Ana. “Hay familias a las que todavía les da vergüenza este tema. No todas quieren recordar, pero creo que las nuevas generaciones tienen que conocer esta historia, sobre todo los valores que estas mujeres representan: el esfuerzo, la superación, la tenacidad, el compañerismo entre ellas”.
Sin contar la excepción de la pandemia, la Ruta de la Recoveras de Casares se ha seguido haciendo cada otoño. Igual que los familiares de los republicanos exiliados cuando reviven el camino desde España a Francia cruzando los Pirineos, la suya es mucho más que una peregrinación sin santo, es una forma de anudar al presente el pasado.
Así, a través de las mismas trochas, los mismos paisajes que pisaron los pies de fósforo de sus madres y abuelas, hoy las nuevas matuteras arrastran las suelas de sus zapatillas de Decathlon intentando averiguar qué pensaban, qué decían, cómo demonios se orientaban entre aquellos carriles retorcidos. Dirigiendo de cuando en cuando la mirada al suelo con la esperanza de encontrar quizá escorada a un lado del camino, en algún lugar al pie de los pinos o las encinas, escondida entre las esparragueras, los palmitos, los matagallos, la silueta de una huella grande, enorme.